Acerca de la pintura de Carlos Sotomayor
Por: Teófilo Cid (poeta chileno, fundador del grupo surrealista Mandrágora). 1952
La peinture est une meditation le pinceau á la main
( La pintura es una meditación, pincel en mano).
Paul CÉZANNE
Hasta ahora la mirada es el sentido cultural por excelencia. Vanos fueron los esfuerzos del arte romántico por añadir a la sensibilidad del mundo, una filosofía arrancada de otros sentidos. El ojo ocupa el espacio, en donde alzan las estrellas, majestuosas, su trayecto intemporal y en donde el verde tallo crispa, en jovial resplandor, el crecimiento del mundo y su desarrollo total-poético: la flor. Por eso la pintura queda siempre como un lugar de tránsito del pensamiento, en cuyo aéreo local la palabra encuentra, por fin, su raíz semántica: el cuerpo. Es la suprema forma de un alado conocimiento. De ahí, bien que halagado por el sonido y su envolvente fluidez, siga bebiendo en el caudal innumerable que emana de un Goya, de un Gris, de un Picasso, de un Lam. Aquí en Chile solo Carlos Sotomayor encuentra las galas suficientes de ese don que, reviviendo el mundo, nos induce a concebir el primer acto de la creación. Cuando contemplo sus cuadros, no me seducen las formas voluptuosas del dibujo, ni me dejo captar por el bullicio colorístico de sus planos. Me dejo, en cambio, lisonjear por la plenitud de sueño que en ellos reside y pienso, embriagado por decirlo así, de línea y color, que estos cuadros son el mejor umbral para llegar a la realidad. Inmerso en un mundo de ideas, esos cuadros me impulsan a saltar a la pura sensación en un retrospectivo avance cultural. La cultura es la manera sonriente o conmovida de conocer el futuro y el pasado; nos disuelve en un crecimiento protoplasmático continuo hacia los limitados confines con que Pasado y Futuro nos agasajan. Pues bien, estos cuadros, de dulce tono melancólico, fuera de toda instancia de utilidad práctica, son la nostalgia misma del pretérito halagüeño. Comprenderlos, sentimentalmente por encima del precario entendimiento artesanal, es vivir de nuevo esa ilusión, esa ambigua sensualidad que nos embebía el alma cuando éramos niños. Los cuadros de Sotomayor son como esos destellos que el poeta divisa cuando, escéptico de todo, cree de nuevo granjearse la inspiración perdida los quince años. Entonces, el mundo puede acarrearle mala fortuna, pero el destello permanece, hiriendo la mente con su lanza de fuego. Considero inútil hablar de su distinta situación dentro del arte sud-americano y occidental. Consignado en plena madurez a conquistar un nuevo rumbo, Sotomayor, a la edad media de la vida, aún apunta el hombro sobre la roca de Sísifo. Habrá de colocarla en alto, sin duda alguna, cuando su reciente acercamiento a la naturaleza descuelle en la gran obra que de él todos sus amigos y admiradores esperamos.
Hasta ahora la mirada es el sentido cultural por excelencia. Vanos fueron los esfuerzos del arte romántico por añadir a la sensibilidad del mundo, una filosofía arrancada de otros sentidos. El ojo ocupa el espacio, en donde alzan las estrellas, majestuosas, su trayecto intemporal y en donde el verde tallo crispa, en jovial resplandor, el crecimiento del mundo y su desarrollo total-poético: la flor. Por eso la pintura queda siempre como un lugar de tránsito del pensamiento, en cuyo aéreo local la palabra encuentra, por fin, su raíz semántica: el cuerpo. Es la suprema forma de un alado conocimiento. De ahí, bien que halagado por el sonido y su envolvente fluidez, siga bebiendo en el caudal innumerable que emana de un Goya, de un Gris, de un Picasso, de un Lam. Aquí en Chile solo Carlos Sotomayor encuentra las galas suficientes de ese don que, reviviendo el mundo, nos induce a concebir el primer acto de la creación. Cuando contemplo sus cuadros, no me seducen las formas voluptuosas del dibujo, ni me dejo captar por el bullicio colorístico de sus planos. Me dejo, en cambio, lisonjear por la plenitud de sueño que en ellos reside y pienso, embriagado por decirlo así, de línea y color, que estos cuadros son el mejor umbral para llegar a la realidad. Inmerso en un mundo de ideas, esos cuadros me impulsan a saltar a la pura sensación en un retrospectivo avance cultural. La cultura es la manera sonriente o conmovida de conocer el futuro y el pasado; nos disuelve en un crecimiento protoplasmático continuo hacia los limitados confines con que Pasado y Futuro nos agasajan. Pues bien, estos cuadros, de dulce tono melancólico, fuera de toda instancia de utilidad práctica, son la nostalgia misma del pretérito halagüeño. Comprenderlos, sentimentalmente por encima del precario entendimiento artesanal, es vivir de nuevo esa ilusión, esa ambigua sensualidad que nos embebía el alma cuando éramos niños. Los cuadros de Sotomayor son como esos destellos que el poeta divisa cuando, escéptico de todo, cree de nuevo granjearse la inspiración perdida los quince años. Entonces, el mundo puede acarrearle mala fortuna, pero el destello permanece, hiriendo la mente con su lanza de fuego. Considero inútil hablar de su distinta situación dentro del arte sud-americano y occidental. Consignado en plena madurez a conquistar un nuevo rumbo, Sotomayor, a la edad media de la vida, aún apunta el hombro sobre la roca de Sísifo. Habrá de colocarla en alto, sin duda alguna, cuando su reciente acercamiento a la naturaleza descuelle en la gran obra que de él todos sus amigos y admiradores esperamos.